Caminatas conscientes en Menorca.
El gozo de volver a lo esencial
Caminar por esta isla es mucho más que moverse. Es dejar que el cuerpo hable el idioma antiguo de la tierra. Ese que conoce el ritmo de las mareas, el susurro del viento entre los pinos, el calor suave del sol sobre la piel.
Menorca se abre como un libro de contrastes. La costa sur nos envuelve con su dulzura: caminos de arena clara, barrancos que acunan ríos escondidos, calas de agua turquesa donde el mar parece una caricia. El paisaje se vuelve suave, femenino, acogedor. El alma se rinde a tanta belleza transparente.
En cambio, la costa norte es más salvaje, más antigua, más visceral. Los colores se intensifican: ocres, rojos, grises, verdes profundos.
Las rocas negras y rojizas, esculpidas por el viento, hablan un lenguaje que no busca agradar, sino despertar. Allí el mar ruge, la tierra se muestra sin adornos. Y algo en nosotras se reconoce en esa fuerza bruta, en esa autenticidad que no pide permiso.
Y entre ambos paisajes, como huellas vivas de otra época, aparecen los talayots, las taulas y los restos de la cultura talayótica, una civilización ancestral que dejó en la isla una memoria de piedra.
Estas construcciones megalíticas no son solo monumentos: son altares, refugios, observatorios del cielo, testigos de una forma de vida enraizada en la tierra y el misterio.
Caminar junto a ellas es recordar que no estamos solas, que muchas caminaron antes que nosotras y dejaron mensajes en forma de piedra, silencio y cielo abierto.
Las taulas, con su forma de T invertida, parecen invitarnos a detenernos, a mirar dentro, a hacer del cuerpo también un templo.
Cuando caminamos por Menorca, no solo recorremos senderos, sino que vamos entrando en nosotras mismas, como quien vuelve a casa por un camino que no sabía que conocía.
Cuando caminamos juntas, algo se abre. Se ablanda la mirada, se ensancha la escucha. Y aparece el vínculo: entre nosotras, con el paisaje, con lo que somos cuando bajamos el volumen del mundo.
No hay prisa. Cada paso es una invitación a volver al cuerpo, a habitarlo con ternura, sin juicio, solo por el gozo de estar vivas.
La isla nos recibe con sus senderos de cal y arena, con su mar que respira despacio, con su silencio que abraza.
Caminar así es una forma de cuidarnos. De recordar que somos parte de algo más grande. Y que cada paso puede ser un pequeño gesto de belleza.